domingo, 19 de julio de 2015

Capítulo 7: La Floristera de Cancún



            Érase una vez una niña muy bonita, muy bonita, muy bonita que se llamaba Landa. ¡Uy!, ¡qué imbécil soy! si eso lo he dicho ya. Y es más, no me parecía una forma muy apropiada para comenzar una historia. Voy a ensayar otra distinta:

            Había una niña que tenía un mundo en la cabeza, un mundo grande, enorme, aunque lleno de pequeños detalles. Un día su mundo llegó a ser tan grande que no le cabía en la cabeza, entonces en un bloc de dibujo se puso a pintar lo que ella imaginaba. Hay que decir que en el bloc solo había una pequeña parte de lo que ella tenía dentro.

            Landa era feliz porque sabía que no solo estaba hecha de carne y hueso, que había algo más y ese algo era su mundo interior.

            Entre Landa y yo hay una gran amistad, y a mí no me gusta que se rían de mis amigos o que les digan imbéciles o que les tapen la boca y no quieran escuchar sus historias. Porque todos tenemos una historia que contar. Por eso estoy escribiendo este cuento, para que sepáis que Landa es una niña que tiene un mundo en la cabeza, y el mundo interior hay que respetarlo mucho porque es frágil y se puede romper con facilidad. Yo sé que vosotros también tenéis un mundo interior y por eso creo que os va a gustar más esta nueva forma de empezar los cuentos: Había una niña que tenía un mundo en la cabeza... Y si es un niño: Había un niño que tenía un mundo en la cabeza... ¿Estáis de acuerdo?

            Pues bien, cuando Landa salió de la casa de Enrique y de su abuela, caminaba sin saber muy bien por dónde iba porque pensaba y no paraba de pensar en El País de la Sencillez.

            Quería construir unos nuevos jardines para que los Sencillos y las Sencillas estuviesen contentos y contentas, y a la vez ella enriquecer así su imaginación. Iba con las manos en los bolsillos y con un aire muy muy pensativo. Sin darse cuenta entró en la Gran Plaza que hay frente a los almacenes El Buen Precio. Y sin darse cuenta atravesó la meta de la carrera. Y así, sin darse cuenta hubiera atravesado toda la ciudad si no la despierta de sus pensamientos unas palmadas muy fuertes y unos gritos de alegría.

            -¡Bravo!, ¡bravo! -dijo Olga mientras agitaba unas banderitas celestes-. Sabía que llegarías, sabía que acabarías la carrera. No importa que no hayas sido la primera, no importa.

            Landa se puso muy contenta al ver a su amiga. Olga, con mucha reverencia, le puso una coronita de laurel en la cabeza como es costumbre entre los vencedores.

            -No nos engañemos, Olga, he llegado por casualidad -dijo Landa.
            -¡Qué importa! -dijo Olga- Has llegado y eso ya es suficiente.
            -Sí, pero no he ganado la tienda de campaña -dijo Landa.
            -Mejor, no te creas que es tan buena idea vivir en una tienda de campaña -contestó Olga.
            -¿No? -dijo Landa algo sorprendida.
            -No. Creo que debemos buscar otra solución -dijo Olga.
            -¡Uf!, estoy cansada de buscar soluciones para todo. Así nunca voy a tener tiempo para reconstruir los Jardines de la Sencillez -dijo Landa.
            -No te preocupes, esta noche la vuelves a pasar en el trastero y mañana ya pensaremos algo -dijo Olga.
            -Bueno, lo que tú digas -respondió Landa.

            Olga y Landa se encaminaron hacia la residencia y mientras andaban Landa no dejaba de pensar en flores y más flores, unas conocidas, otras enteramente imaginadas por ella. Pensaba en todas esas flores y en cómo las pintaría en la Página 2, la Página Blanca. Blun y Ríder se sentirían felices, los Sencillos y las Sencillas podrían disfrutar de un lugar hermoso y ella misma, cuando abriera el bloc, se sentiría satisfecha al contemplar lo que había sido capaz de crear.

            Cuando entraron en el portal del edificio donde estaba la residencia de Olga se encontraron de frente con la directora. Estaba enfadadísima, cogió a Olga de una oreja y la metió para dentro.
            -Y tú a la calle -le dijo a Landa-. Y toma esto.

            Sin decir una palabra más le lanzó a Landa todo su equipaje a la cara. Olga intentó salir, pero bruscamente la directora la agarró por los pelos y Landa se tuvo que ir sola.

            Landa caminó durante un buen rato sin saber dónde ir. Cruzaba los semáforos en rojo y se metía en una calle porque un perro pasaba por ella o porque sonaba una alarma o, simplemente, porque no había otra por donde pasar. Si su tristeza hubiera sido un mar, Landa se habría ahogado en él.

            En aquel momento, a lo lejos, le llegó una música a los oídos. Eran unos mariachis y cantaban Las Mañanitas. ¿No conocéis esa canción?, pues es muy famosa. Es una canción mejicana y dice así:

                        Estas son las mañanitas
                        que cantaba el Rey David
                        hoy por ser día de tu santo
                        te las cantamos aquí.
                        Despierta mi bien despierta
                        mira que ya amaneció
                        ya los pajarillos cantan
                        la luna ya se metió.

                        Que linda está la mañana
                        en que vengo a saludarte.
                        Venimos todos con gusto
                        y placer a felicitarte.
                        El día en que tú naciste
                        nacieron todas las flores,
                        en la pila de bautismo
                        cantaron los ruiseñores.

                        Ya viene amaneciendo,
                        ya la luz del día nos dio,
                        levántate de mañana
                        mira que ya amaneció.

                        Si yo pudiera bajarte
                        las estrellas y un lucero
                        para poder demostrarte
                        lo mucho que yo te quiero.

                        Con jazmines y flores
                        este día quiero adornar.
                        Hoy por ser día de tu santo
                        te venimos a cantar.


            ¿Verdad que es muy bonita la canción? A mí me gusta mucho. Pues bien, os voy a contar qué es lo que pasaba.

            Los Mariachis eran tres. Uno muy largo, muy largo, larguísimo, con pantalones cortos y una guitarrilla muy chiquitilla, se llamaba Coque. El segundo llevaba un sombrero muy grande y tocaba el violín, ese era Pito y la tercera, Bullita, casi no se veía porque tocaba una guitarra grandísima que la tapaba entera. Los tres iban a darle una serenata a La Floristera de Cancún porque era su cumpleaños.

            Landa, ni corta ni perezosa, cuando vio a los tres músicos, sacó su acordeón y se puso también a tocar. De la floristería salió La Floristera de Cancún muy contenta, con una sonrisa tan grande como la de un mono que encuentra un puesto de cacahuetes.

            -Gracias, gracias por el regalo -dijo la Floristera-. Pues me ha emocionado. No más, me ha hecho recordar mi tierra. ¿Por qué no entráis y lo celebramos?

            Bullita, Pito y Coque entraron en la floristería.
            -¿Y tú por qué no entras? -le dijo la Floristera a Landa. Landa se encogió de hombros-. ¿No aceptas una invitación en el día de mi cumpleaños? Anda, entra.

            Entraron todos a la floristería que olía a paraíso. Estaba llena, llena de flores. Había cubos con claveles rojos y cubos con claveles blancos, margaritas celestes y amarillas y rosas, había también orquídeas y lirios, había rosas rojas y había macetas por todas partes y esparraguera, mucha esparraguera para adornar los ramos que se llevaban los enamorados.

            -Flores así necesitaría yo para mi jardín -dijo Landa muy bajito.
            -¿Qué dices? -preguntó la Floristera de Cancún.
            -Que flores así me hacen falta para construir un jardín -repitió Landa.
            -Pues eso tiene solución. Cuando celebremos mi cumpleaños platicamos tranquilamente en mi casa -dijo la Floristera de Cancún.

            Cerraron la floristería y la Floristera de Cancún y sus amigos armaron una fiesta por todo lo alto, la música no paró en toda la noche. Además le regalaron una tarta de merengue y chocolate y en medio tenía dibujada una playa como las que hay en Cancún, la ciudad donde había nacido la Floristera y que tanto echaba de menos.

            Cantaron, bailaron, Coque y Pito contaron chistes, Bullita hizo piruetas e imitaba a gente famosa. La Floristera de Cancún se partía de risa. La verdad es que eran muy divertidos.




            Cuando a la tarta le faltaba solo un bocado para que se terminase Bullita dijo que quería irse, que tenía mucho sueño y que al día siguiente tenía que trabajar. Coque recordó que tenía que recoger a los niños que volvían de viaje fin de estudios y Pito se despidió deprisa y salió pitando. Así que se quedaron solas la Floristera de Cancún y Landa.

            -¿Tú no tienes que irte?, ¿verdad? -preguntó la Floristera.
            Landa agachó la cabeza y susurró muy bajito, muy bajito:
            -Yo no tengo a dónde ir.
            Creo que lo dijo tan bajito que la Floristera ni la oyó.
            -Venga, toca ese acordeón que ahora quiero cantar.
            Landa tocó casi todas las canciones que se sabía y la Floristera cantó, si es que a eso se le puede llamar cantar. Al poco rato sonaron unos truenos enormes y empezó a llover a mares. La Floristera sonrió orgullosa.
            -Por eso solo me permito cantar en el día de mi cumpleaños -dijo la Floristera señalando al cielo.
            -Tampoco lo haces tan mal -dijo Landa, aunque hay que reconocer que mentía un poquito.
            -Cantar es lo que más me gusta en la vida, pero lo hago fatal. ¿Tú qué haces bien? -preguntó la Floristera.
            -Pues toco el acordeón y... -Landa dudó un momento-: Bueno, también dibujo.
            -¿Tienes algún dibujo por ahí para que yo lo vea? -dijo la Floristera.
            -Sí. Mira, aquí tengo El País de la Sencillez.
            Landa sacó el bloc y se lo enseñó a la Floristera de Cancún.
            -¡¡Pero si están muy bien!! -dijo la Floristera llena de emoción-. Son diferentes a todos los que he visto antes.
            -Mira, esta es la Página de los Espejos de Colores que no dejan reflejarte -dijo Landa-. Esta es la Página de las Carreteras. Fíjate, todas son de chocolate menos una que es de tocino. Esta es la Página de los Árboles Distintos, éste es el Álamo Temblón, me lo encontré muerto de frío en un contenedor de basura, lo cogí, lo recorté y ahora vive aquí con los demás dibujos del País de la Sencillez.

            Landa, de pronto, guardó silencio.
            -¿Falta una página?, ¿no? -preguntó la Floristera.
            -Sí, -dijo Landa-, la Página de los Jardines.
            -¿Por eso decías que te hacían falta flores como éstas? -dijo la Floristera mientras señalaba con la mano todos los ramos y macetas que la rodeaban.
            -Sí -contestó Landa tímidamente.
            -¿Te gustaría tener unos hermosos jardines?
            -¡Claro que me gustaría! -contestó Landa.

            La Floristera de Cancún se levantó muy decidida y cogió una flor de cada clase: una orquídea, un tulipán, un lirio, una rosa, un clavel, una margarita y un manojito de jazmines. Les cortó los tallos a todas y las puso sobre la Página 2 con cuidado de no molestar a Blun y Ríder y después cerró el bloc. Sobre el Bloc puso encima un libro muy gordo.
            -Ya está -dijo la Florista.
            -¿Ya está? -preguntó Landa.
            -Sí, dentro de un mes lo abriremos y verás los jardines más bonitos del mundo, le echas un poquillo de pegamento y ya está, te durará toda la vida.
            Landa sonrió con cara de pillina, estaba muy contenta. ¡Por fin había solucionado el problema de los jardines!

            En ese momento golpearon las persianas de la tienda, era Coque, el marido de la Floristera, con Narciso, Floro y Rosalinda, sus hijos.
            -Bueno, yo me voy -dijo Landa mientras recogía sus maletas y su acordeón-. Dentro de un mes volveré por el bloc.
            -Pero ¿adónde vas a ir tan tarde? -preguntó la Floristera.
            La verdad es que Landa no tenía ninguna respuesta que dar, así que se estuvo muy calladita.
            -Mujer, quédate aquí a pasar la noche -dijo la Floristera de Cancún.
            Y Landa se quedó.


                                   UN MES MÁS TARDE


            Un mes más tarde Landa sabía hacer ramos de novia y centros con flores y frutas y plantaba perejil en macetas grandes.

            Un mes más tarde Landa seguía viviendo con la Floristera de Cancún, con su marido Coque y con sus hijos Narciso, Floro y Rosalinda.

            Un mes más tarde se reunieron todos alrededor de una mesa: Coque, Narciso, Floro, Rosalinda, La Floristera de Cancún, Pito y Bullita, Enrique y su abuela, Olga y Landa y abrieron el bloc por la Página 2, que ya no era una página blanca sino que estaba llena de flores preciosas y era la única página perfumada de los Jardines de la Sencillez.

            Un mes más tarde, los Sencillos y las Sencillas hicieron una fiesta gigante para celebrar que ya tenían jardines perfumados. Blun aprovechó para exponer sus investigaciones sobre el mundo exterior y Ríder mostró un primer boceto de la cara de Landa.

            Así fue cómo le llegó la felicidad a Landa, cómo se sintió acogida en una familia y cómo construyó unos nuevos jardines.

            Todos podemos crear jardines dentro de los libros... Vosotros también podéis poner una flor entre las páginas de este cuento y abrirlo un mes más tarde. Veréis como se convertirá en el libro más hermoso de la tierra gracias a vuestra ayuda.

            Bueno, aquí se acaba la historia de Landa. Bueno, ahora que me doy cuenta no puedo terminarla porque no os he dicho cómo Landa aprendió a dibujar. Estoy temblando, otra vez he metido la pata. Tiemblo más que el Álamo Temblón: es que Landa aprendió a dibujar hace tiempo, quiero decir que eso ocurrió antes de que conociera a la Floristera de Cancún. ¡Uy!, ¿Qué voy a hacer? La verdad es que a Landa la enseñó a dibujar un amigo suyo que se llamaba Polo. ¡Qué lío! Ahora tenemos que echar marcha atrás y yo no sé conducir como Tórcer. Y es que las historias hay que contarlas desde el principio, desde luego como siga así nunca, nunca voy a llegar a ser una Bicicleta de Agua. Bueno, yo lo voy a intentar, esto no hay que pensárselo mucho. Es como nadar, se aprende poquito a poco.





                                                                                               (Fin)

domingo, 12 de julio de 2015

Capítulo 6: ¿Dónde están Blun y Ríder?



María la Lechuza extendió sus alas luminosas, blancas, moteadas de plata y oro, sobre la noche. Toda ella resplandecía sobre la Página Blanca, la Página en que estaban perdidos Blun y Ríder.

            -No os preocupéis -dijo la Bicicleta de Agua, mientras su faro amarillo iluminaba el papel para ayudar a la búsqueda.
            -Yo no estoy preocupado -dijo Tórcer, estoy seguro de que habrán llenado el espacio en blanco de hermosas historias.

            La Bicicleta de Agua sonrió, estaba tan contenta de que por fin alguien la tomase en serio.
            -Yo también estoy seguro -dijo Mandarín-, pero también estoy impaciente por saber qué es lo que ellos han descubierto en el mundo exterior.
            -¡Qué van a descubrir? Nada. Si no hay ningún sitio mejor que El País de la Sencillez -dijo Fernando que estaba muy orgulloso de ser un Sencillo y se negaba a pensar que pudieran existir otros mundos que compitieran en belleza con el suyo.
            -El mundo exterior también es muy bonito -replicó la Bicicleta de Agua.
            -Cuéntanos algunas historias del mundo exterior -dijo Tórcer, que no se cansaba de escuchar aventuras.
            -A mí también me gusta que me cuenten historias, ¿sabes? -dijo la Bicicleta de Agua.
            Tórcer bajó el morro y se puso a buscar palabras que no encontraba e intentaba recordar historias, pero no sabía cómo contarlas.
            -Te has quedado más callado que un arroyo helado -dijo Fernando Reportero.
            -¿Que un arroyo helado? -preguntó Mandarín que volaba detrás de María la Lechuza para ver mejor con la luz que desprendía su plumaje.
            -Sí, un arroyo helado -dijo Fernando Reportero.
            -¿Nunca has escuchado la historia del arroyo helado? -preguntó María la Lechuza a Mandarín.
            -No -dijo Mandarín mientras escondía su cabecilla avergonzado por tanta ignorancia.
            -No te preocupes, eso puede pasarle a cualquiera -dijo la Bicicleta de Agua-. Es la historia de un arroyo que corría muy alegre y dicharachero lleno de salmones y truchas. Ni que decir tiene que sus aguas eran transparentes y fluían ligeras formando olitas pequeñas u olas más grandes. El arroyo hubiera sido un arroyo normal y corriente si no es porque en sus orillas se oía la música del agua que pasaba.

            -Continúa -dijo Torcer que, como siempre, empezó a impacientarse, para él las historias nunca iban demasiado deprisa.
            -Vale, vale, sin agobios -dijo la Bicicleta de Agua-. Todas las tardes se acercaba al arroyo un pastor con sus ovejas blancas como el algodón y todas las tardes se echaba el pastor un rato en sus orillas para escuchar la melodía del agua del arroyo.
            -¿Dónde está ese arroyo? -preguntó Tórcer que quería conocerlo todo.
            -No te impacientes, hombre. Déjala terminar, si no te va a pasar como al pastor -dijo Fernando Reportero.
            -¿Qué le pasó? -preguntó Tórcer.

            La Bicicleta de Agua continuó con su historia.
            -El pastor se sentaba cada tarde, sacaba un trozo de queso y un trozo de pan y se ponía a merendar junto a un olivo que había cerca del arroyo. Las ovejas, mientras, pastaban tranquilas y contentas con la música del agua. Pero un día el pastor se enfadó porque el arroyo, sin darse cuenta, produjo una melodía repetida.
            -¿Y qué hizo el arroyo?, ¿se enfadó también? -preguntó Tórcer.
            -No, simplemente el agua corrió más rápido. Entonces el pastor se enfadó porque el agua iba demasiado deprisa y la música era muy ligera para su gusto. Aquella tarde cuando el pastor se fue con sus ovejas el arroyo empezó a llorar, pero nadie lo notó porque sus lágrimas eran de agua.
            -Pobrecito -dijo Fernando Reportero.
            -Sí, me da mucha pena -dijo Mandarín que seguía cobijado tras el vuelo de María la Lechuza, ella estaba concentrada en la búsqueda de Blun y Ríder y pasaba un poco de la historia.
            -Cuando el pastor volvió al día siguiente se encontró con que las tierras donde él se sentaba estaban inundadas. Le preguntó al arroyo por qué estaba todo aquello mojado y el arroyo respondió, con una música muy triste, que no sabía. Pero el arroyo sí lo sabía, había llorado tanto durante la noche que se anegó todo el valle con sus lágrimas.
            -¡Qué pena! -dijo María la Lechuza que, por lo visto, estaba prestando más atención a la historia de lo que yo creía.
            -Sí. El arroyo estaba muy triste y el pastor se fue muy enfadado porque dijo que allí no podían pastar con tranquilidad sus ovejas ni él se podía tomar su merienda a gusto y dijo que no volvería hasta que estuviera todo bien seco. El arroyo estuvo durante días aguantándose las lágrimas para que todo se secase y volviera el pastor, porque era el único amigo que tenía. Y el pastor volvió.

            -¡Menos mal! -dijo Tórcer.
            -Sí, menos mal. El pastor se sentó bajo el olivo, sacó su queso y su pan y se puso a escuchar la música del agua del arroyo. Y le pareció una música demasiado triste y así se lo hizo saber al arroyo, que se encogió de hombros.
            -¿Los arroyos tienen hombros? -preguntó Tórcer.
            -Es una forma de hablar. Se encogió de no sé dónde. El pastor le dijo con una voz severa: “O suenan músicas alegres o me cambio de arroyo”. El arroyo estaba seguro de que no encontraría en el mundo otro arroyo con música, porque él era el único, pero aun así intentó que la música del agua fuera alegre y que las truchas y los salmones saltaran contentos. Entonces el pastor se levantó muy enfadado y dijo que la música no le sonaba sincera, que le parecía que fingía. El arroyo miró a los ojos al pastor y los miró muy bien porque los tenía reflejados en sus aguas cristalinas, los miró y se calló.
            -¿Qué hizo el pastor? -volvió a preguntar Tórcer.
            -El pastor se sentó debajo del olivo y esperó a que el arroyo de nuevo cantara. Esperó muy seguro de sí mismo una tarde y otra tarde y otra tarde y otra tarde, y cada tarde que volvía el agua estaba más fría y silenciosa, y más fría y silenciosa, y más fría y silenciosa hasta que una tarde se encontró con que el arroyo estaba totalmente helado y el silencio era completo.

            Mandarín en ese instante se suspendió en el aire con sus alitas naranjas y María la Lechuza hizo lo mismo con sus alas brillantes. Tórcer miró expectante a La Bicicleta de Agua que, sin poder evitarlo, dejó escapar dos lágrimas de agua. Fernando Reportero bajó la cabeza.
            -¿Y? -dijo Tórcer que ya no podía aguantar más.
            -Y el pastor se quedó sin arroyo, sin música y sin agua. Las ovejas ya no querían ir a ese valle porque ya no tenían dónde beber. Y el pastor era incapaz de estar cerca de ese arroyo que antes era tan cantarín y que tanto lo entretenía y que ahora solo le daba sus aguas heladas para que se le reflejaran sus ojos de soledad.
            -¡Qué historia más triste! -dijo Tórcer.
            -No he terminado todavía -dijo la Bicicleta de Agua-. Entonces fue cuando el pastor decidió que iría todas las noches a cantarle al arroyo. Se ponía su chaquetón, dejaba a las ovejas durmiendo, se pasaba las noches junto al arroyo helado mientras le cantaba canciones que había aprendido de niño y que había olvidado cuando era mayor o que le daba vergüenza cantar. Así estuvo una noche y dos noches y tres noches y cuatro noches y cinco noches y dos mil quinientas sesenta y dos noches, hasta que con su voz, poquito a poco se fue rompiendo el hielo y de nuevo volvió el arroyo a cantar con sus aguas musicales y cantó como le dio la gana.

            Tórcer iba a empezar a aplaudir cuando la voz de María la Lechuza lo interrumpió:
            -Mirad, mirad ahí abajo -dijo María y se lanzó en picado hacia una de las esquinitas de la página blanca, la de arriba a la derecha.
            -¡Son Blun y Ríder -dijo Mandarín- ¡Son Blun y Ríder!

            Todos estallaron de alegría. Fernando se subió en Tórcer, que aceleró mientras seguía la estela de luz que dejaba María la Lechuza. La Bicicleta de Agua, también muy contenta, les siguió. Tórcer, para mayor alegría y desconcierto de todos, empezó a cantar con una voz muy melodiosa una canción que nadie comprendía pero que era muy hermosa:
            -Blancazul de ninivén,
            pirigüiri sin combón
            lluevela a purapú.
            Era tan hermosa y tan distinta a todas las historias que estaban acostumbrados a escuchar. Era tan bonita la voz de Tórcer, que parecía uno de esos cantantes con pajarita que cantan en los coros de las iglesias. Pues bien, Tórcer no tenía nada que envidiar a esos cantantes.
            El camino se les hizo más corto y todos caminaban al compás: “Blancazul de ninivén, pirigüiri sin combón, lluevela a purapú”. Tórcer se mostraba muy orgulloso porque, por fin había logrado él también contar una historia aunque no tuviera mucho sentido. Pero era tan bonita...

            María la Lechuza fue la primera en llegar cerca de Blun y Ríder.
            -¡Ehhh! Soy yo, María La Lechuza.
            Blun y Ríder se sorprendieron con la luz insistente que les enfocaba y es que todo el cuerpo de María la Lechuza parecía una luna plateada. Cuando reconocieron a su vieja amiga se pusieron a dar saltos.





            -¡Estamos aquí! -dijeron Blun y Ríder.
            -¡Eh, Blun, Ríder!, ¿estáis bien? -preguntó Mandarín.
            Blun y Ríder arrugaron los ojos y se preguntaron de dónde habría salido aquella vocecilla.
            -¡Mira allí! -dijo Blun-. Es Mandarín que viene detrás de María.

            Contemplaron a Mandarín que hacía piruetas mientras volaba y a sus pequeños oídos de monigotes les llegó la canción que entonaban Tórcer, Fernando y La Bicicleta de Agua que habían logrado aprendérsela y lo acompañaban: “Blancazul de ninivén, pirigüiri sin combón, lluevela a purapú”. Así una y otra vez.
            -Pero si son Tórcer y Fernando Reportero y La Bicicleta de Agua
-dijo Ríder- ¡Qué importantes somos! ¡Fíjate cuántos han venido a buscarnos!
            -Pues claro que sois importantes, muy importantes -dijo la Bicicleta de Agua que empezó a hacer burbujas en su honor.
            -¡Qué bonito es todo! -dijeron Blun y Ríder, que solían hablar a la vez y decir exactamente las mismas palabras, aunque cuando estaban solos Blun hablaba de las alcachofas sobre las que estaba haciendo un trabajo científico y Ríder de las sandías, pues estaba pintando un bodegón.
            -Nos alegramos de veros -dijo María la Lechuza.
            -Sí, nos alegramos -dijo Tórcer.
            -Nosotros también -dijeron Blun y Ríder y así se ahorraron de manifestar por separado su alegría. Esa era una de las razones por la que hablaban a la vez, para ahorrar.
            -Tomad -dijo la Bicicleta de Agua y les alargó unas tabletas de chocolate rellenas de fresa.
            -Gracias -dijeron Blun y Ríder a la vez.
            -Contadnos lo que habéis hecho en el mundo exterior -dijo Tórcer, que estaba deseando escuchar una historia a dos voces.

            Si algo tenía de bueno las historias de Blun y Ríder era que sonaban en estéreo y que si Blun se cansaba, Ríder continuaba o si se cansaba Ríder, continuaba Blun. A Tórcer le encantaban esas historias porque se enteraba antes de los acontecimientos. Nadie se dormía mientras el cuidador y la cuidadora de rosas contaban una historia a dos voces.

            -Pues llegamos al mundo exterior casi de un zarpazo. Estuvimos un buen rato en un lago muy grande de donde nos sacaron unas manos delicadas. Eran las manos de Landa, nuestra creadora -dijeron Blun y Ríder.
            -¡Ah!, ¿nuestra creadora? -dijeron sorprendidos Tórcer, Mandarín y María la Lechuza. Todos a la vez. Parecía que se les estaba pegando la forma de hablar de Blun y Ríder.
            -Después nos enteramos que donde caímos no era un lago sino un charco, conque imaginaos qué grandísimo es el mundo exterior
-continuaron diciendo Blun y Ríder.
            -¡Uuuuy!, ¡qué grande! -dijeron Tórcer y los otros, y aunque no os lo creáis lo dijeron a la vez como si un director de orquesta los dirigiera.
            -Sí, es grandísimo -dijo Blun, porque Ríder estaba mordiendo el chocolate que les había dado la Bicicleta de Agua.
            -Tan grande como viajar catorce mil relojes de arena seguidos por El País de la Sencillez -dijo Ríder, porque ahora era Blun quien mordía el chocolate.
            -¿Tan grande? -preguntó Mandarín, que se sintió muy pequeño.
            -Sí, tan grande. Allí nosotros somos muy pequeños. Incluso todo El País de la Sencillez junto es muy pequeño. Es... ¿cómo diríamos?, es... Un mundo interior -dijeron Blun y Ríder.
            -¿Un mundo interior? -dijo María la Lechuza.
            -Sí, un mundo que no es redondo ni cuadrado, que está dentro de alguien, un mundo que alguien imagina -dijeron Blun y Ríder.
            -¡Tan poca cosa somos! -dijo Mandarín decepcionado.
            -A nosotros no nos parece poca cosa, a nosotros nos parece muy hermoso -respondieron Blun y Ríder.
            -No lo comprendo muy bien -dijo Tórcer.
            -No importa, no hay que comprenderlo todo a la primera
-respondieron Blun y Ríder que eran conocidos en El País de la Sencillez por su paciencia infinita.

            -¿Y el Jardín, qué ha sido de él? -preguntó Fernando Reportero
            -Destruido, totalmente destruido. Nosotros nos hemos salvado gracias a una amiga de Landa -dijeron Blun y Ríder.
            -¿Landa tiene amigas? -preguntó Mandarín.
            -Claro, Se llama Olga. Oye, ¿no tienes más chocolate?
            -No -dijo la Bicicleta de Agua.
            -Si queréis dátiles... -dijo Tórcer.
            -Vale -respondieron Blun y Ríder.
            -¿Y cómo es Landa? -preguntó Mandarín.
            -Pues una niña, una niña con un gran mundo interior -dijeron Blun y Ríder.
            -Venís un poco cambiados, ¿no? -dijo María la Lechuza.
            -Por supuesto, llevas razón -dijeron Blun y Ríder que no acostumbraban a llevar la contraria a nadie.
            -¿Y vuestros trabajos sobre las alcachofas? -preguntó María la Lechuza. María esperó la respuesta pero allí nadie dijo nada. Entonces se dio cuenta de que había formulado mal la pregunta. María volvió a decir-: Blun, ¿y tu trabajo sobre las alcachofas?
            -Voy a cambiar de trabajo, ahora voy a estudiar el mundo exterior
-contestó Blun.
            -Y tú, Ríder, ¿vas a cambiar también de trabajo? -preguntó María la Lechuza.
            -Sí -dijo Ríder-, ya no pintaré más sandías, ahora pintaré la cara de Landa para que la conozcáis.
            -¡Qué interesante! -dijo la Bicicleta de Agua.
            -Oye, os hemos echado mucho de menos -dijeron Blun y Ríder.
            -Nosotros también. El País de la Sencillez está muy preocupado -dijo Fernando Reportero-. ¡Anda, se me había olvidado! Tengo que ir a llevarle la buena noticia a Angelita Sin Alas.
            -Tú solo puedes dar malas noticias -dijo María la Lechuza.
            -Es verdad. Bueno, pues vamos los dos. Tú le dices que Blun y Ríder han vuelto y yo le digo que los jardines han desaparecido para siempre.

            Blun y Ríder entristecieron de pronto. ¿Qué pueden hacer un cuidador y una cuidadora de rosas sin jardines que cuidar?
            -Yo me quedaré con vosotros para haceros compañía -dijo la Bicicleta de Agua.
            -Y yo -dijo Mandarín.
            -Tórcer, tu vienes conmigo, ¿no? -dijo Fernando Reportero.
            -Bueno -respondió Tórcer de mala gana porque a él le hubiera gustado quedarse junto a la Bicicleta de Agua y a Mandarín, a Blun y Ríder, que seguirían contando historias del mundo exterior y que hablarían de los hermosos Jardines del País de la Sencillez, esos jardines que ya nunca más volverían a ver.





                                                           Continuará en el Capítulo 7 
                                                      titulado La floristera de Cancún.



domingo, 5 de julio de 2015

Capítulo 5: La carrera





            Bueno, bueno, ya se han despertado Olga y Landa. No os preocupéis, ya os voy a contar lo que pasó el día de la carrera. ¡Uf, qué lío de historia!, ¡qué lío!

            El día de la carrera amaneció algo nublado, pero eso no impidió que Olga y Landa estuvieran muy contentas. Ellas pensaban ganar, eso lo tenían claro, muy claro. Además pondrían todo su empeño en ello.

            Olga, a escondidas de la directora de la residencia, subió el desayuno a Landa y también le subió unos pantalones cortos y una camiseta blanca y unas zapatillas de deporte, Olga también iba vestida con ropa deportiva.

            Salieron sin perder tiempo y se fueron a la puerta de los almacenes El Buen Precio, allí era donde iban a dar la salida de la carrera.

            Había mucha gente, una pancarta muy grande, banderines de colores colgados de las farolas, altavoces con música y la voz de un locutor muy simpático que daba ánimos a todo el mundo. Olga y Landa estaban muy emocionadas y más se emocionaron cuando les dieron los dorsales con sus respectivos números. A Olga le dieron el número 215 y a Landa el número 1, porque el que tenía ese número se tuvo que retirar en el último momento por culpa de un resfriado.

            Olga y Landa no podían con tanto entusiasmo.
            -Seguro que ganas -dijo Olga-, además, llevar el número 1 te traerá suerte.
            -Claro que sí -respondió Landa mientras sonreía-. Yo voy a correr todo lo que pueda.

            En ese momento se escuchó un redoble de tambor a través de los altavoces y después la voz del locutor: la carrera estaba a punto de empezar. Las nubes se fueron y brilló un sol resplandeciente.

            Había muchos participantes, doscientos setenta y cinco en total y todos se apretaron en la línea de salida. Todos estaban nerviosos y todos querían ser los ganadores. En uno de los escaparates de los almacenes El Buen Precio estaban colocados los premios: una tienda de campaña enorme y muy resistente, una mesa y sillas plegables, una cocina de camping y una nevera pequeña llena de frutas y refrescos. Había hasta un televisor y sobre el televisor un sobre cerrado donde estaban guardados los 1.000 euros que regalaban al triunfador. Todo lo que necesitaba Landa estaba allí.

            El propietario de El Buen Precio dio la salida, apretó el gatillo de una pistola plateada y el disparo se escuchó como un trueno. Los corredores salieron impacientes. Landa salió como una flecha y Olga la siguió. Sin mucho esfuerzo se pusieron en cabeza, se miraron de reojo y soñaron con la victoria.

            Landa iba con los puños apretados, los ojos casi cerrados y daba grandes zancadas. Olga también iba con los puños apretados y también daba grandes zancadas, pero no se fijó mucho en qué dirección corría y tomó por una calle equivocada.

            -¿Dónde vas Olga? -le preguntó Landa, pero a Olga no le dio tiempo a responder, rápidamente fue un juez hacia ella y la descalificó de la carrera.
            Olga estuvo a punto de echarse a llorar, solo a punto, porque reaccionó rápidamente y pensó: “Bueno, si no corro yo por lo menos animaré a Landa”.
            Landa seguía la primera, iba sola y feliz en la cabeza de la carrera. La gente gritaba y aplaudía o hacían comentarios sorprendidos de que una niña fuera la primera:
            -Mira, con lo joven que es y qué velocidad lleva -dijo un señor bajito que toda su vida había querido ser tenista, pero era fontanero.
            -¡Venga, número uno! -dijo una señora que toda su vida había querido ser bailarina pero que ahora trabajaba de limpiadora en un banco.
            -¡Bravo, bravo! -gritaba un muchacho que, de vez en cuando, soplaba una trompeta de plástico muy grande.
            -Sigue así y ganarás -dijo un viejecillo que había querido ser oculista y era oculista.
            -Economiza tus fuerzas -dijo una señora que quería ser veterinaria y era veterinaria.

            Landa seguía corriendo y de lejos escuchaba las voces de las gentes y algunos consejos los entendía, otros no. Eso de “economiza tus fuerzas” no estaba muy segura de lo que significaba. También escuchaba los aplausos y veía las banderitas y a Olga que de vez en cuando daba saltos para que su amiga la viera entre el público y le decía: “Ánimo Landa, ánimo”.

            Landa estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano. Le sudaba la frente, las manos, las piernas. Pensaba en el momento en que se subiría al podium, en la entrega del premio. Eso le daba más fuerzas y más empeño ponía en seguir adelante.

            Pasó el primer control y le dieron una botella de agua, ¡tenía tanta sed! Landa siguió adelante, ya solo le faltaban veinte kilómetros.





            “Veinte kilómetros no son nada”, pensó Landa. Tenía que ganar esa carrera, tenía que ganarla, era su única posibilidad de tener casa, de conseguir la hermosa tienda de campaña naranja que podría instalar en el patio del colegio o en la plaza del mercado o en la estación del tren. No importaba dónde, daba igual. Ahora lo importante era ganar la carrera. Landa cerró los puños y corrió todavía más concentrada y a mayor velocidad.

            Olga hacía todo lo que podía, pero era difícil esquivar a tanta gente y algunos pensaban que ella quería colarse, entonces se ponía a dar explicaciones y les decía que lo que ella quería era dar ánimo a su amiga Landa, la que llevaba el dorsal número 1. Todas esas conversaciones la hacían retrasarse y así poquito a poco se quedó atrás. Decidió que lo mejor era ir directamente a la meta, allí recibiría a Landa y cogería sitio para ver la entrega de premios. Sería estupendo.

            La gente gritaba, aplaudía, no dejaba de mover sus banderitas y Landa seguía y seguía corriendo. De pronto vino un grupo muy unido, era un equipo de corredores muy apretados y la adelantaron velozmente. A Landa no le dio tiempo ni a verles las caras, pasaron tan deprisa... Ahora, eso sí, Landa no se vino abajo. ¡Qué va!, al contrario, puso más empeño y dios tres, cuatro, cinco, seis zancadas muy grandes. Algo increíble volvió a ocurrir: otro grupo de corredores pasó velozmente y otro grupo más y otro, y algún corredor solo y alguno más, y otro, hasta que Landa perdió la cuenta de cuántos eran los que la habían adelantado.

            El público empezó a darle ánimo:
            -Adelante, número uno -dijo un niño que había suspendido una vez y sabía muy bien lo triste que se pone uno cuando no salen las cosas como deseamos.
            -Venga, número uno -dijo una señora que pasaba por allí con la cesta de la compra y estaba tan cansada con el peso que llevaba que se paró un rato para ver la carrera.
            -Arriba, número uno.
            Pero... ¿cómo arriba?, ¿qué había sucedido?

            Landa estaba a punto de caerse, iba con la mano apoyada en el lado izquierdo de su vientre y andaba agachada sin poder ponerse derecha.
            -Mira el número uno -dijo un señor mientras lanzaba una carcajada gigante que llegó hasta los oídos de Landa.
            -Sí, mirad al número uno -dijo una muchacha mientras se reía también-, ¿cómo se le ocurre a esa niña apuntarse en una carrera de personas mayores?
            -Venga, número uno -dijo una viejecilla con mucha guasa sin poder aguantar la risa.
            Landa no sabía dónde meterse, no podía más aunque hizo un esfuerzo de campeona y logró ponerse derecha y andar deprisa algunos metros.
            -Ya se levanta el número uno.
            -Sí, mirad. Ya se levanta, parece que está recobrando fuerzas.
            En ese momento pasó ante un control y de nuevo Landa bebió agua y se recuperó un poco. Apretó los dientes y corrió como una desesperada.
            -Así se corre -dijo un muchacho que estudiaba Educación Física.
            La verdad es que Landa ponía toda su alma.
            -¡Oh, se ha caído! -dijo una señora.
            Landa se levantó rápidamente sin mirar siquiera donde se había hecho daño y corrió y corrió hasta que adelantó a un señor con bigote.
            -Venga, número uno -dijo otra señora que llevaba un sombrero rosa, pero lo dijo de tal forma que no se sabía muy bien si le daba ánimos o se reía de ella porque el señor con bigote había reaccionado y adelantaba orgulloso a Landa.

            Landa se inclinó, le dio un pinchazo muy fuerte en el costado izquierdo y después de dar siete u ocho zancadas, medio ladeada y sin ninguna orientación, tuvo que detenerse.
            -Mira cómo se para la número uno -dijo un señor con un puro y una barriga muy grande.
            -¡Vaya número uno! -dijo una niña decepcionada.
            Landa anduvo despacio, ya no podía correr más, las zapatillas le estaban un poco pequeñas y además tenía mareos.
            -¡Qué vergüenza! Si yo llevara el dorsal número uno y no fuera capaz de acabar la carrera me moriría de vergüenza -dijo un muchacho muy alto que parecía jugador de baloncesto.
            -Pobrecita -se escuchó muy bajito.
            -Ja, ja, ja es el número uno más retrasado que he visto en mi vida
-dijo una señora muy elegante en el momento que todos, absolutamente todos los corredores que participaban en la carrera adelantaban a Landa.

            Landa andaba inclinada no solo por el pinchazo en el costado, además así evitaba levantar la cabeza y que se vieran sus ojos llorosos. “Tierra, trágame”, pensó Landa mientras escuchaba las risas y las bromas del público. Sin poder resistirlo más se metió en una calle solitaria.

            La calle estaba desierta, a lo lejos se oía el griterío de la masa que animaba a los otros corredores y en aquel momento Landa pensó que tal vez podría hacer un poquillo de trampa y llegar por un atajo a la meta. En ese instante se desmayó. Estaba algo más que cansada, estaba rendida.

            Ante ella pasó una pandilla de niñas muy bien peinadas y con helados y caramelos y todas las chucherías que os podáis imaginar.
            -Mirad el número uno -dijo una de ellas y se rieron todas.
            -Vamos a ayudarla -dijo otra.
            -Sí, para que nos manchemos. ¿No os habéis dado cuenta de que está llena de churretes?
            -Es verdad, hasta tiene las uñas sucias.
            Landa oyó sus voces perdidas, ya no podía hacer nada, era incapaz de levantar un brazo, siguió tendida en medio de la calle.
            Así pasó un buen rato hasta que una sombra se posó sobre ella. ¿Era Olga? No, no era Olga. Era un muchacho muy delgado, de ojos celestes que se llamaba Enrique.
            -Oye, ¿qué te pasa? -dijo Enrique mientras se agachaba.

            Landa no podía contestar, la figura de Enrique se multiplicó por tres o cuatro y ella lo veía dar vueltas a su alrededor.
            -Toma, te sentirás mejor -Enrique le acercó un helado de naranja.
            Landa, sin fuerzas, sacó su lengüecita rosa y probó el helado.
            -Anda, ven conmigo -dijo Enrique mientras la cogía en brazos-. Te llevaré a casa de mi abuela.

            La casa de la abuela de Enrique estaba muy cerca, ella estaba en la puerta tomando el solecito y cuando vio llegar a su nieto con una niña en brazos entró rápidamente en la cocina y preparó una buena comida. Landa comió un poquito, muy poquito y bebió zumos y agua. Sobre todo tenía sed, mucha sed.

            Cuando Landa se encontró mejor, la abuela se fue de nuevo a la puerta. Enrique, mientras tanto, le preparó la bañera a Landa y le dio unas toallas y ropa suya para que se cambiara. Ya dentro de la bañera, el nivel del agua aumentó de pronto. No sé si adivináis porqué. Sí, exacto, porque Landa echó allí todas sus lágrimas y toda su pena por haber fracasado. Ella era una fracasada. Cuando acabó de bañarse se fue a la puerta junto con Enrique y su abuela, allí estaban los dos tomando el sol y jugando.
            -¿Jugáis al ajedrez? -dijo Landa.
            -No, el ajedrez es un juego muy aburrido -dijo la abuela.
            Landa miró a Enrique y éste se encogió de hombros.
            -A mí no me mires, yo no sé nada, estoy aprendiendo ahora -dijo Enrique.
            -A mi nieto no le gusta mucho porque en este juego no se mata a nadie.
            -¡Ah, no? -dijo Landa interesada.
            -No, aquí todas las fichas son iguales y distintas -dijo la abuelita.
            -No son fichas, son botones -dijo Enrique.
            -¿Botones? -preguntó Landa.
            -Sí, botones. Mira éste que bonito: blanco alrededor, fondo azul y encima un ancla dorada -dijo la abuela.
            -Sí, es muy bonito -dijo Landa.
            -No hay derecho a matar un botón tan bonito -dijo la abuela mientras sonreía como un hada madrina.
            -No, claro que no -dijo Enrique medio en broma, medio en serio.
            -¿Y éste qué botón es?, ¿qué significa? -preguntó Landa mientras señalaba uno rojo ni muy grande ni muy chico, un poquitín grueso y con cuatro agujeritos en el centro.
            -Éste me representa a mí -dijo la abuela.
            -¿Y cuál representa a Enrique? -volvió a preguntar Landa.
            -Éste -Enrique cogió un botón muy pequeñito, casi transparente, con rayitas azules y rosas y un solo agujero en medio.
            -Ese botón es imposible de coser -dijo Landa-, con un solo agujero se escapa el hilo.
            -Sí, por eso me gusta, es el botón más libre que he encontrado -dijo Enrique.
            La abuela lanzó una carcajada. Estaba contenta con las ocurrencias de su nieto.
            -Avanzas deprisa -dijo la abuela.
            -El tablero es de colorines -observó Landa.
            -De colorines y patos, se lo ha inventado mi abuela -dijo Enrique muy orgulloso.
            La abuela movió el botón rojo de los cuatro agujeros y lanzó una pregunta a su nieto.
            -¿A que no sabes por qué es doblemente triste que un caracol muera aplastado?
            Enrique cerró sus hermosos ojos celestes e intentó concentrarse. La frente arrugada, más y más concentrado hasta que satisfecho dijo:
            -Ya lo sé.
            -Venga -le dio ánimo su abuela.
            -Porque no solo moriría el caracol sino que además dejaría de existir su casa -contestó Enrique.
            -¡Bravo! -dijo la abuela entusiasmada-. Toma te doy este botón color vainilla que te recordará a los helados que tanto te gustan y éste morado con una franja dorada alrededor y éste blanco como el amor...
            -¿El amor es blanco? -preguntó Landa.
            -No me has dejado terminar y éste negro como el amor también y éste amarillo como un amor japonés, y éste colorado como un indio y éste, y éste, y éste otro también.

            A Landa le pareció un juego estupendo y por lo visto se ganaba con mucha facilidad.
            -Ahora debes responderme tú otra pregunta -dijo Enrique a su abuela-. ¿Por qué no hay vencedores ni vencidos en las carreras?
            Landa agachó la cabeza, quería esconder el rubor de sus mejillas. Pero no estuvo mucho tiempo agachada, levantó la cabeza en cuanto escuchó la dulce voz de la abuela que respondía:
            -Porque el mundo es redondo.
            -¡Bieeeen! -dijo Enrique mientras hacia palmas-. Toma te doy este botón que parece una bolita de alcanfor, te doy éste otro que tiene forma de pirámide y éste rectangular que parece un chicle de menta, pero ten cuidado no te lo vayas a comer, no es un chicle de menta, es un botón.
            -Tengo, tengo otra pregunta -dijo la abuela-. ¿A qué no sabes por qué no se le puede mentir a los niños?
            -Porque siempre acaban descubriendo la verdad -dijo Landa adelantándose a Enrique.
            -Toma este botón marrón porque lo tuyo sí que ha sido una buena invención -dijo Enrique, que quería ser poeta e inventaba versos cada vez que podía.
            -Toma este otro azul, y éste que parece medio huevo -dijo la abuela.
            -Éste que tiene forma de margarita -dijo Landa.
            -Éste que da gusto tocarlo porque es de madera fina te lo regalo -dijo la abuela.
            -Y éste de latón que era de mi pantalón te lo regalo yo -dijo Enrique.
            Así estuvieron un buen rato, intercambiando botones.
            -¿Contamos los botones para ver quién ha ganado? -dijo Landa.
            -No, no, qué horror -dijo la abuela.
            -¿Entonces nadie gana? -dijo Landa.
            -Entonces nadie pierde -respondió Enrique.

            Landa, Enrique y la abuela metieron los botones con mucho cuidado en una caja redonda que parecía un botón gigante sin agujeros y después se despidieron.
            -Adiós -dijo Landa.
            -¿Por qué no te quedas? -dijo la abuela.
            -Sí, quédate y jugamos otra partida -rogó Enrique.
            -No puedo, mi amiga Olga me estará buscando.
            -¡Ah, sí, es tarde! -dijo la abuela mientras miraba un reloj de esos antiguos, un reloj de bolsillo plateado. En la tapa del reloj había un montón de flores grabadas y en una esquinita una casita pequeña.

            -Además, tengo que dibujar una página entera de Jardines y hacer una casita para Blun y Ríder -dijo Landa.
            -¿Quiénes son Blun y Ríder? -preguntó la abuela.
            -El cuidador y la cuidadora de rosas del País de la Sencillez -respondió Landa.
            -¿El País de la Sencillez? -dijo Enrique con curiosidad.
            -Sí, un día vendré con mi cuaderno y os lo enseñaré. ¿De acuerdo?
-dijo Landa.
            -Vale -dijo la abuela.
            Landa se fue despacio hasta la meta, seguro que allí estaría Olga esperándola. Landa andaba muy despacio y mientras tanto no dejaba de pensar en Blun y Ríder.




                                                     Continuará en el Capítulo 6
                                                     titulado ¿Dónde están Blun y Ríder?